Dejad que los niños vengan a mí

Esto de estar asistiendo en vivo al fin de la Iglesia se transforma aquí en una oportunidad irresistida de teorizar al respecto, aprovechando la total falta de edición a la que estoy sometida. Exceptuándome. En fin. Lo que se pretende aplicar aquí es una visión materialista al fin de la Iglesia situando, obviamente, al sexo en el centro del problema. Tomando prestado el análisis de Dolores Hayden acerca de las primeras feministas, llamadas por ella feministas materialistas, que situaban la labor doméstica femenina como parte del sistema económico, claro que impaga, podemos decir que han sido los niños los que han asumido, pese a sí mismos, la pieza que faltaba en la política sexual de la Iglesia. La recurrencia del problema hace pensar en una política de facto más que en una serie de excesos.

 

El Concilio de Trento trajo dos grandes novedades en materia sexual: la virginidad de María y el celibato obligatorio, con lo que el contacto con mujeres quedaba doblemente descartado. ¿Signficaba eso el fin de los impulsos sexuales? Algunos iluminados han logrado reconducir, luego de años de trabajo, esa impresionante energía con fines místicos. Pero los iluminados, por definición, no han sido nunca mayoría. ¿qué quedaba para el individuo común, que había optado por la carrera sacerdotal quién sabe por qué personales motivos? Bueno, dejad que los niños vengan a mí. El contacto diario con niños, muchas veces huérfanos, como en el escándalo de misioneros en Alaska, en una relación imposible más jerárquica, donde la diferencia de poder no sólo está dada por clase social, género y edad, sino de modo divino, pasa a suplir la pieza que falta en este engranaje.

Como puede verse en cada reflejo dorado en el Vaticano, el poder ilimitado mató a la Iglesia. Aleluya.