A veces la inspiración es una cosa que huye. El terror del escritor frente a la página en blanco es un tema común. A veces es más difícil traer a la inspiración a cenar que a la fortuna, que al menos tiene un mechón de pelo en la frente. A cenar… a cenar… no es mala idea, o al menos así le pareció a José Luis Calva, el hombre del que primero supimos que era caníbal y luego escritor.
Calva estaba escribiendo una novela de horror/caníbal/sadomasoquista/coprofágico titulada Instintos Caníbales, o 12 Días. Envalentonado por su escritura, o buscando información de primera fuente, se comió parte de su novia. Cortada en lonjas pequeñas y aderezada con limón y probablemente especias, como primer plato, y guisada en la cacerola con cebolla, zanahoria y ojalá algo de vino, como segundo. Pero ahí llegó la policía.
El canibalismo, que no ha terminado nunca de desaparecer, aunque cada caso nuevo suponga una ola de sorpresa, se lleva bien con los rituales, que tal vez sean la única manera de vencer la repulsión natural que produce. Se lleva bien, entonces, con prácticas altamente codificadas como el sadomasoquismo y sus normas y materiales sí y otros no y variantes y corrientes. Con la cocina, por cierto, y con la literatura, por supuesto. Otro escritor/desconocido caníbal/famoso es el japonés Issei Sagawa, que luego de pedirle a su compañera de clase que le leyera su poema expresionista favorito, la mató y se la comió. Después escribió un libro en el que contó los detalles, y explicó las preparaciones y los mejores cortes. Más recientemente, un chef inglés que había sido Mr. Gay se comió a su novio, o parte de él. Su argumento de la legítima defensa quedó algo nublado, tal vez por el humo del aceite de oliva y el romero que usó para cocinarlo, aunque ya se sabe de qué nacionalidad son los cocineros en el infierno.
El canibalismo es fascinante porque no es algo que haríamos, la mayoría, pero tampoco es la última cosa que haríamos, la mayoría. Probablemente no por placer, pero ante peligro de muerte, y sin haber matado directamente a nadie, no sería ni siquiera pecado. Usaríamos alguna lógica utilitaria, al principio, y tal vez bastante pronto estaríamos discriminando entre sobrecostilla y entrecot. Dicen que dicen que el avión aquel estaba habilitado como una carnicería bastante profesional. Y también porque es una posibilidad del lenguaje demasiado común. La gente es/está rica/mala de comérsela/de chuparle los huesitos. Alguien que se comió/se está comiendo a otro. En el habla con connotación sexual es un lugar común, así como el ansia de, realmente, mascar/desgarrar/engullir al compañero. Con los niños también, en general por otras razones. Y las guaguas, con sus carnes realmente tiernas, habitualmente son víctima de ese tipo de comentarios: que son exquisitos/dan ganas de morderlos/están para comérselos ¿Algún resabio de alguna época antropófaga? ¿Simple tasación alimentaria? Sin esa pulsión no existiría gran parte de los cuentos que cada noche contamos a los niños, en los que la mayoría de los villanos se los quieren comer pero buenas noches mi niñito, dulces sueños.
Me despido, no vaya a ser cosa que se me queme la comida.
(originalmente en revista Plagio)